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Miradas opuestas a El asesino, lo nuevo de David Fincher en Netflix.


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Fuente: lavoz.

Jesús Rubio Obra maestra por dentro y por fuera, al derecho y al revés, tanto cuando apenas termina como con el tiempo, porque El asesino de David Fincher se agiganta con el paso de las horas, y porque Michael Fassbender compone un personaje inolvidable, tan cinematográfico como cinéfilo. El director, una vez más, se sale con la suya. Las recientes y polémicas declaraciones de Fincher dan pistas para entender mejor El asesino, que es una bala dirigida a los que no quisieron ponerle la plata. Fincher dispara con munición fina a los grandes estudios, cuyo lugar histórico de negocios es la sala de cine. De ahí que haya dicho eso de “dejemos de romantizar las salas de cine porque apestan” y que Netflix es el futuro del séptimo arte. Sin embargo, la grandeza de El asesino está en la minuciosidad obsesiva de la puesta en escena, en cómo están rodados los desplazamientos del protagonista con esa voz en off que sirve como guía, en el pulso firme y en esa sutil felicidad que irradia, especie de alegría pesimista y resignada. Fincher hace un trabajo perfecto de artesanía autoral y ayuda a que Netflix suba varios peldaños en materia de calidad cinematográfica. El director nos deja un personaje que le rinde homenaje a los asesinos a sueldo del cine, desde Melville/Delon hasta Winner/Bronson, pasando por la tradición de asesinos profesionales de la década de 1970, con El día del chacal , de Fred Zinnemann, a la cabeza. Y el uso que hace de las canciones de The Smiths no deja de ser irónico y juguetón, porque pisa los tracks , los pone bajitos y, fundamentalmente, porque hace que un asesino gélido como el de Fassbender las escuche en todo momento. Películas como El asesino no se hacen todos los días. La conjunción de los elementos cinéfilos y cómo el realizador hace encajar todo es sorprendente. Y eso que no hablamos del trasfondo político, que lo tiene, porque Fincher reconoce a qué bando de la sociedad pertenece. Y no es de los pocos que dominan, sino de la mayoría dominada, como el personaje principal, como nosotros. Javier Mattio En el mundo sobran asesinos y en el cine más aún. David Fincher busca singularizar el suyo en El asesino , dotando desde un comienzo al personaje de Michael Fassbender de un monólogo interior que establezca su ética inquebrantable. Soportar el tedio, ser redundante, evitar que te recuerden, matar o morir y, sobre todo, anular la empatía son algunas de las consignas individualistas de este francotirador paradójicamente genérico como el filme que protagoniza. Está claro que Fincher lo que hace es justificar su estilo frío e impersonal, pero ¿es la estética suficiente en un filme de dos horas en el que todo lo que ocurre es absolutamente predecible? Quizás Fincher se apegue demasiado a su causa, pero los momentos más estimulantes de El asesino son justamente aquellos pocos en que el personaje se corre de su hieratismo para dejar ver el falso camuflaje, al citar a Popeye o al escuchar a The Smiths en sus auriculares. En algún punto El asesino es un elogio a la arbitrariedad que la propia película no se permite, y que se revela en sus mejores secuencias: la del principio cuando el protagonista erra su tiro, y una última en la que descubre que la jerarquía de poder mundial obedece no a una tiranía sino a un equívoco, un final mucho más melancólico y replegado que aquel épico que sellaba El club de la pelea . Entre esos dos corchetes el asesino se dedica a matar con la impasibilidad automática de un algoritmo, en escenas en las que poco importa que la trama ocurra en República Dominicana o en Florida y donde la aparición de Tilda Swinton se reduce a una brisa que entra por la ventana. La vendetta de El asesino es banal, casi depresiva, y la omnipresencia de dispositivos digitales en un pasaje el mercenario llega a comprar algo por Amazon lleva a preguntarse si este es el asesino que finalmente el streaming y no el cine exige: alguien que mata porque ya no puede matar y, por ende, tampoco puede vivir. El desenlace junto a una amante y un mar de Photoshop es concluyente.

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