ARTICULO DE OPINIÓN // EL DISCURSO DEL EMBAJADOR BREWSTER // POR MARIO RIVADULLA
EL RADAR.COM,Como cabía esperar por sus
pronunciamientos anteriores y el seguimiento que le ha dado al tema, sobre todo
al comportamiento y los problemas de la Justicia, de que son buena muestra sus
frecuentes visitas y prolongadas reuniones con el Procurador General de la
República, la exposición del embajador estadounidense James Brewster ante la
Cámara Americana de Comercio, iba a poner mayor énfasis en el flagelo de la
corrupción.
Es también el punto sobre el que versan
de manera más destacada los titulares y reseñas que aparecen en la prensa
escrita sobre su charla ante una nutrida concurrencia de empresarios y hombres
de negocios que se dieron cita en el tradicional almuerzo mensual, en esta
ocasión adobado por la celebración de la festividad del Thanksgiving, que ha
ido cobrando cada vez mayores espacios de imitación en nuestro país.
Sus palabras han levantado ronchas, no
por ese aspecto de su exposición sino por otros en que incursionó. En definitiva, el enviado
diplomático del coloso norteño, al señalar que la corrupción es un cáncer
que frena el crecimiento, entorpece el comercio y limita la inversión
extranjera, no está expresando nada nuevo. ¿Acaso no es información de
preferencia, día a día, en la mayoría de los medios de comunicación y en las
cada vez más activas redes sociales.
A Brewster, como representante de nuestro
principal socio comercial y más atractivo mercado turístico, promotor de
negocios e inversiones de su país con el nuestro como el mismo se definió, le
asiste todo el derecho y hasta la obligación de llamar la atención sobre todos
aquellos factores negativos que tienden a afectar esa relación y su propio
trabajo.
Las críticas a su intervención no radican
en que haya abordado por nueva vez la necesidad de enfrentar la corrupción,
tanto pública como privada y de superar la impunidad que la arropa, convertida
en el principal problema que encara el país y que origina justificadas
reacciones de irritación, rechazo y condena por los perjuicios y negativos
efectos de multiplicación que provoca.
Pero ese ejercicio de opinión que nadie
puede regatearle, resulta bien distinto al de la intervención, un riesgoso y
conflictivo límite que se atrevió a cruzar, cuando pretende condicionar al criterio de su gobierno, decisiones que son
privativas de nuestras autoridades y que resultan clara expresión de soberanía. Tal, cuando incursiona en el tema del otorgamiento
de la nacionalidad dominicana a inmigrantes, en particular haitianos. Un campo en que su propio gobierno carece de
fuerza de ejemplo, cuando desde hace años mantiene a la deriva la situación
legal a más de once millones de inmigrantes indocumentados.
Eso por un lado y por el otro, su desafío
a quienes le acusan de intervencionista, para que pasen por la sede diplomática
a su cargo a devolver la visas que les permiten ingresar al territorio del país
que representa. Un acto de arrogancia
que no se compadece con el ejercicio de libre expresión de que el mismo hace
uso, que los Estados Unidos ha exhibido
siempre como un derecho fundamental del sistema democrático y del que, justo
reconocerlo, siempre ha sido un celoso abanderado.
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